viernes, 25 de septiembre de 2020

Cuento de Isaac Babel: Shabos-najmú

 


Relato corto de Isaac Babel: Shabos-najmú

Y hubo tarde y mañana, quinto día. Y hubo tarde y mañana, día sexto. El sexto día —en la noche del viernes— hay que rezar. Después de la oración, a recorrer el pueblo con capucha de fiesta, para regresar a casa a la hora de cenar. En casa del judío se bebe una copa de vodka y kuguel con pasas. Después de la cena se vuelve alegre. Cuenta a su mujer anécdotas, después se queda dormido con un ojo cerrado y la boca abierta. Mientras él duerme, en la cocina Gapka escucha música; se le antoja que del pueblo ha venido el violinista ciego y se ha puesto a tocar al pie de la ventana.

Es lo que hacen todos los judíos. Mas no todos los judíos son Guérshele. Por eso es famoso en todo Ostropol, en todo Berdíchev y en todo Viliuisk kuguel.

Guérshele festejaba uno de cada seis viernes. Las demás noches él y su familia las pasaban a oscuras y tiritando de frío. Los niños lloraban. La mujer le lanzaba reproches. Cada uno pesaba como un guijarro. Guérshele le respondía en verso.

Una vez —así dicen— Guérshele quiso ser previsor. El miércoles fue a la feria a ganar dinero para el viernes. Donde hay feria hay un pan kuguel. A cada pan le rondan diez judíos. A diez judíos no les sacas ni tres céntimos. Escucharon los chistes de Guérshele, pero a la hora de pagar todos ellos habían salido de casa.

Guérshele volvió a casa con la barriga más vacía que un instrumento de viento.

—¿Has ganado algo? —le preguntó la mujer.

—He ganado la gloria eterna —respondió—. Ricos y pobres me la prometieron.

La mujer de Guérshele tenía sólo diez dedos. Los iba doblando uno por uno. Su voz retumbaba como el trueno en la montaña.

—Todas las mujeres tienen un marido como Dios manda. El mío alimenta a su mujer con chistes. Quiera Dios que para el año nuevo le dé una parálisis a la lengua, a las manos y a los pies.

—Amén —respondió Guérshele.

—En cada ventana arden cirios y parece que en las casas queman encinas. Mis velas son delgadas como cerillas y el humo que sueltan sube al cielo. El pan blanco ya ha madurado para todos, pero mi marido me trae leña húmeda como la trenza recién lavada.

Guérshele no rechistó. ¿Para qué atizar el fuego que arde bien? Eso lo primero. ¿Y qué se puede objetar a la esposa gruñona que tiene razón? Eso, lo segundo.

Pasó el tiempo y la mujer se cansó de gritar. Guérshele se retiró, tumbóse en la cama y se puso a pensar.

—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl?, se preguntó.

(Como es notorio, el rabino Borujl padecía de melancolía negra y el mejor remedio era la palabra de Guérshele).

—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? Los monaguillos del zaddik me dan los huesos y se quedan con la carne. Así es. Mejor la carne que los huesos y mejor los huesos que el aire. Iremos a ver al rabino Borujl.

Guérshele se levantó y se dispuso a aparejar. El caballo le lanzó una mirada severa y triste.

“Bueno, Guérshele —dijeron los ojos del caballo—, ayer no me diste avena, anteayer no me diste avena, hoy estoy en ayunas. Si mañana tampoco me das avena me veré obligado a recapacitar sobre mi vida”.

Guérshele no resistió la mirada atenta, bajo la vista y acarició los labios suaves del caballo. Después suspiró tan fuerte que el caballo se hizo cargo de todo, y Guérshele decidió:

—Voy a ver al rabino Borujl a pie.

El sol estaba muy alto cuando Guérshele emprendió la marcha. El camino caliente corría delante de él. Bueyes blancos arrastraban lentas carretas con heno oloroso. Los campesinos iban sobre las altas cargas con los pies colgados y blandían largos látigos. El cielo era azul y los látigos negros.

Cuando llevaba recorrida una parte del camino —unas cinco verstas— Guérshele llegó a un bosque. El sol ya se largaba de su sitio. En el cielo prendían suaves incendios. Niñas descalzas traían las vacas del prado. Cada vaca mecía una ubre rosácea, cargada de leche.

En el bosque, Guérshele se sumergió en el frescor, en la penumbra silenciosa. Las hojas verdes se inclinaban unas hacia otras, se acariciaban con las manos planas, murmuraban muy bajito allá en lo alto y retornaban a su sitio, susurrando y temblando.

Guérshele no prestaba oído al murmullo. En la panza le tocaba una orquesta tan grande como la de un baile del conde Pototski. Aún tenía que recorrer un largo camino. Desde los costados de la tierra una ligera penumbra llegaba, presurosa, se cerraba sobre la cabeza de Guérshele y se desparramaba por el suelo. Inmóviles faroles se encendieron en el firmamento. La tierra quedó callada.

Anochecía cuando Guérshele llegó a una venta. En la pequeña ventana ardía una luz. En un cuarto caliente, junto a la ventana, estaba la dueña, Zelda, y cosía pañales. Tenía un barrigón como para alumbrar trillizos. Guérshele observó la menuda carita roja con ojos azules de la mujer y la saludó.

—¿Podría parar aquí, señora?

—Sí.

Guérshele se sentó. Las aletas de su nariz se hincharon como fuelle de herrero. Un fuego cálido brillaba en el horno. En una gran cazuela el agua hervía y cubría con la espuma blancos ravioles. Una gallina rolliza flotaba en un caldo dorado. El horno desprendía un olorcito a tarta con pasas.

Sentado en un banco, Guérshele se retorcía como la parturienta antes de dar a luz. En un instante en su cabeza maduraron más planes que esposas tuvo el rey Salomón.

La habitación estaba en silencio, el agua hervía y la gallina se mecía en las olas doradas.

—¿Dónde está su marido, señora? —preguntó Guérshele.

—Mi marido ha ido a pagar la renta al señor. —La mujer volvió a callar. Sus ojos infantiles quedaron en blanco. De pronto dijo:

—Estoy a la ventana y pensando. Quiero hacerle una pregunta, señor judío. Usted debe andar mucho por el mundo, estudió con el rebe y conoce nuestra vida, diga, señor judío: ¿vendrá pronto Shabos-najmú?

“Ya, ya —pensó Guérshele—. La pregunta tiene miga. De todo hay en la viña del señor…”.

—Se lo pregunto porque mi marido prometió que iríamos a ver a mi madre cuando llegue Shabos-najmú. Te compraré un vestido y una peluca y pediremos al rabino Motalemí que nos nazca un hijo y no una hija —todo eso cuando llegue Shabos-najmú. Parece que es un hombre del otro mundo.

—Dice usted bien, señora —respondió Guérshele—. Fue Dios el que puso en sus labios tales palabras… usted tendrá un hijo y una hija. Shabos-najmú soy yo, señora.

Los pañales rodaron de las rodillas de Zelda. Ella se incorporó y golpeó su pequeña cabecita contra la viga del techo, porque Zelda era alta y gorda, roja y joven. Sus pechos subidos parecían dos sacas repletas de trigo. Sus ojos azules se abrieron como los de un niño.

—Yo soy Shabos-najmú —confirmó Guérshele—. Ya llevo andando un mes y pico, señora, ayudando a la gente. Del cielo a la tierra hay un gran trecho. He desgastado las botas. Y aquí le traigo un saludo de todos los suyos.

—¿De la tía Pesia —gritó la dueña—, del padre y de la tía Golda? ¿Acaso los conoce usted?

—¿Y quién no los conoce? —respondió Guérshele—. Estuve hablando con ellos como con usted ahora.

—¿Y qué tal se vive por allí? —preguntó la dueña, cruzando sobre el vientre los dedos temblones.

—Mal —profirió Guérshele compungido—. ¿Qué vida puede tener un hombre muerto? Allí, de fiestas nada…

Los ojos de la dueña se llenaron de lágrimas.

—Hay allí frío —continuaba Guérshele—, frío y hambre. Comen como los ángeles. En el otro mundo nadie tiene derecho a comer más que los ángeles. ¿Qué puede necesitar un ángel? Con un trago de agua ya tiene bastante. En cien años usted no verá allí ni una copa de aguardiente…

—Pobre padrecito… —susurró la dueña asombrada.

—En Pascua se conforma con una taza. Un buñuelo le basta para todo el día…

—Pobre tía Pesia —se echó a temblar la dueña.

—Yo mismo paso hambre —profirió Guérshele, recostando la cabeza, y por su nariz rodó una lágrima que fue a perderse en la barba. Y no tengo más remedio que callarme, allí estoy considerado de la casa…

A Guérshele no le dio tiempo a terminar la frase.

Pisando con sus pies gordos, la dueña se acercaba apresuradamente a él: platos, fuentes, vasos, botellas. Y cuando Guérshele se puso a comer, la mujer se dio cuenta de que era un hombre del otro mundo.

Para empezar, Guérshele comió hígado picado con rodajas de cebolla, rociado con una grasa transparente. Se tomó una copa de vodka señorial (en el vodka nadaban unas cortezas de naranja). Después comió pescado, mezcló la aromática ujá con patata blanda y apiló en el borde del plato medio tarro de rábano picante, de un rábano que haría llorar a cinco panes con sus monetes y sus caftanes.

Después del pescado, Guérshele dio su merecido a la gallina y comió sopa caliente con gotas de grasa flotando. Los ravioles, que nadaban en mantequilla derretida, saltaban a la boca de Guérshele como sala la liebre que escapa del cazador. De más está contar lo que le ocurrió a la tarta. ¿Qué le iba a ocurrir si Guérshele se tiraba años sin ver una tarta?

Acabada la cena, la dueña enfardó las cosas que por mediación de Guérshele mandaría al otro mundo al padre, a la tía Golda y a la tía Pesia. Al padre le puso un taled nuevo, una garrafa de kirsch, un tarro de dulce de frambuesa y una saca de tabaco. Para la tía Pesia mandó calcetines grises calientes. A la tía Golda le envió una vieja peluca, una peineta grande y un devocionario. Además suministró a Guérshele botas, una hogaza de pan, torreznos y una moneda de plata.

—Muchísimos saludos, señor Shabos-najmú, muchos recuerdos a todos —decía a Guérshele, cargado con un pesado fardo—. Si no, espere un poco, mi marido está al llegar.

—No —respondió Guérshele—. Llevo prisa, ¿cree que es usted sola?

En el bosque oscuro dormían los árboles, dormían los pájaros, dormían las hojas verdes. Las empalidecidas estrellas que nos custodian se durmieron en el cielo.

A la versta de camino Guérshele se detuvo rendido, tiró la carga al suelo, se sentó sobre ella y comenzó a razonar consigo mismo.

—Tengo presente, Guérshele —se dijo—, que en el mundo hay muchos imbéciles. La ventera es tonta. Pero pueda ser que su marido es un hombre listo de puños grandes, carrillos gordos y látigo largo. Si regresa a casa y te echa mano en el bosque…

Guérshele no se detuvo a buscar la respuesta. Enterró inmediatamente el fardo y puso una señal para después hallar pronto el lugar secreto.

Echó a correr al otro extremo del bosque, se desnudó por completo, abrazó el tronco de un árbol y se puso a esperar. No duró mucho la espera. Al amanecer Guérshele escuchó el silbido de un látigo, el chasquido de unos labios y el trote de un caballo. Era el ventero que andaba persiguiendo al señor Shabos-najmú.

Cuando llegó hasta el sitio en que Guérshele estaba desnudo y abrazado a un árbol, el ventero detuvo el caballo y puso la cara de tonto que pondría un monje al ver al diablo.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó con voz sofocada.

—Soy hombre del otro mundo —respondió Guérshele compungido—. Me robaron, me quitaron documentos importantes, que llevaba al rabino Borujl…

—Sé quién le robó —gritó el ventero—. Yo también tengo con él cuentas pendientes. ¿Por qué camino se ha ido?

—No sabría decirle el camino —murmuró amargamente Guérshele Si quiere, déjeme el caballo y le alcanzaré en un dos por tres. Espéreme aquí. Desnúdese, póngase bajo el árbol y aguántelo bien, hasta mi regreso. Es un árbol sagrado. En nuestro mundo muchas cosas se apoyan en él…

Guérshele no necesitó mucho tiempo para descubrir de qué pie cojeaba aquel hombre. Comprendió en seguida que marido y mujer eran tal para cual.

Así, pues, el ventero se desnudó y se arrimó al árbol. Guérshele subió al carro y arrancó. Desenterró sus cosas, las echó al carro y las llevó al lindero del bosque.

Aquí Guérshele cargó el fardo a la espalda, soltó el caballo y echó a andar por el camino que llevaba recto a casa del santo rabino Borujl.

Ya había amanecido. Cantaban los pájaros con los ojos cerrados. El caballo del ventero, cabizbajo, arrastró el carro hasta donde había dejado a su dueño.

Este esperaba arrimadito al árbol, desnudo bajo los rayos del sol. El ventero tenía frío y continuamente cambiaba de pie.

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jueves, 23 de enero de 2020

Relato muy corto de Francisco Ayala: Otro pájaro azul

Escritor Francisco Ayala


Francisco Ayala tuvo tiempo durante su longeva vida (vivió nada más ni menos que 103 años, 1906-2009) a producir una exitosa obra literaria, articulada en novelas, cuentos, ensayos y artículos periodísticos.

Además, fue traductor (y a veces también autor del prólogo) de libros de grandes autores como Thomas Mann (Lotte in Weimar, 1941, y Las cabezas trocadas, 1970), Carl Schimtt (Teoría de la constitución (1934), Benjamin Constant (Mélanges de la Littérature et de Politique, 1943), Rainer Maria Rilke (Die Aufzeichnungen von Malte Laurids Brigge, 1944) o Alberto Moravia (La romana, 1950).

Su obra bien requiere la atención de los buenos lectores. Siendo tan amplia, nos limitaremos por ahora a ir abriendo boca con uno de sus breves: “Otro pájaro azul”.

Cuento corto de Francisco Ayala: Otro pájaro azul

“Mira, mira qué pájaro tan hermoso, allí, en el árbol, allí arriba; qué colores”, casi gritaste corriendo hacia la ventana, llamándome a la ventana.

Habíamos pasado un rato en silencio, y escuchábamos a los pájaros cantar fuera, en aquella neblina, con aquel viento. “Esos pobres petirrojos se obstinan en cantar –había observado yo-. Por más que llueva y haga un viento frío, ellos cantan: reclaman la primavera prometida.” Y fue entonces cuando viste tú agitarse allá al fondo, grande, azul, en lo alto de una rama, a ese pájaro de belleza única, y me atrajiste a compartir tu admiración, tu júbilo.

Pero en seguida pudimos darnos cuenta de que no era tal ave. Lo que se movía en el árbol extendiendo y agitando con frenesí su oscuro azul, no era un ave; era quizá un trapo, un jirón de tela prendido a las ramas en el viento.

Por consolarte, te dije yo (y así lo sentía): “Querida: es más hermoso y me gusta más que si hubiera sido de verdad, porque ese pájaro lo has creado tú, tú lo has inventado, es obra tuya.” Pero al mismo tiempo que te lo decía me acudió este pensamiento: Si no seré yo también una invención de tus ojos magos, y algún día, en algún momento...

Francisco Ayala

El origen de la palabra "nivola"



jueves, 2 de enero de 2020

Relato corto de Colette: Ensueño de año nuevo



Escritora francesa Sidonie-Gabrielle Colette

Las tres volvemos a casa empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastor flamenca. Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas; en la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable, y la perra de pastor centellea toda, desde su puntiagudo hocico a su cola semejante a una cachiporra.
Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío, rarezas parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi barrio desierto, corrimos como tres locas, y las fortificaciones hospitalarias, las calumniadas «fortis» presenciaron, desde la avenida de Ternes al bulevar Malesherbes, nuestra jadeante alegría de perros en libertad. Nos inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo violáceo agitado por torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro salpicado de luces rosadas, detrás de un velo tejido con miles y miles de moscas blancas, vivas, frías como flores deshojadas, que se derruían en los labios, en los ojos, suspendidas por un momento las pestañas, del vello de las mejillas. Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta, fiable, que huía bajo nuestros pies con un acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos, ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de sorbete avainillado y polvoriento.
Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El recuerdo de la noche, de la nieve, del viento desencadenado detrás de la puerta, se funde lentamente en nuestras venas y vamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas caminatas.
La perra de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su dignidad de loba amaestrada, su seriedad falsa y cortés. Escucha, con una oreja, el susurro de la nieve a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la antecocina. Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre, abiertos, fijos en el fuego, se mueven incesantemente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo. Yo estudio, un poquito recelosa, a esa recién llegada, esa perra femenina y complicada que guarda bien, ríe raramente, se conduce como persona sensata, con una impenetrable mirada. Sabe mentir, robar; pero grita, sorprendida, como una jovencita asustada, y casi enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas caderas, esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida y su reserva aristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi vida, y quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.
Mi pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con fiebre en el hocico y las patas. La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del almuerzo no he vuelto a verle la punta de la nariz, hundida en el pelo de su vientre. Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma.
Un año más… ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba, cambió para mí la forma de los años. El año ya no es ese sendero serpenteante, esa cinta desenrollada que de enero ascendía a la primavera, subía, subía al verano para florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras azules, salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendía a un otoño oloroso, brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y caza, luego se internaba en un invierno seco, sonoro, espejeante de lagunas heladas, de nieve rosada bajo el sol… Después la cinta ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta romperse en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre los dos años como flor de escarcha: el día de Año Nuevo.
Una niña muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que vivía en el campo entre árboles y libros y que no conoció ni deseó costosos juguetes; he aquí lo que veo al inclinarme esta noche sobre mi pasado. Una niña supersticiosamente encariñada con las fiestas de las estaciones, con las fechas señaladas por un regalo, una flor, un pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecía paganamente las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los altares -siringas, acónitos, manzanillas-, del vástago de avellano coronado por una crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y plantado en los linderos del campo, al que protege del granizo. Una niñita prendada del pastel de cinco cuernos, cocido y comido el día de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del asfixiante olor de la iglesia, durante el mes de María.
Anciano sacerdote sin malicia que me distes la comunión, ¿pensabas que esa niña silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el milagro, el inaprensible movimiento del chal azul que ceñía a la Virgen? ¿Verdad? ¡Yo me comportaba de forma tan juiciosa! Es cierto que pensaba en milagros, pero… no los mismos que tú. Adormilada por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el perfume mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo vivía, bondadoso hombre, sin malicia, en un paraíso que no podías imaginar, poblado de mis dioses, de mis animales habladores, de mis ninfas y de mis sátiros. Y yo te escuchaba hablar de tu infierno, pensando en el orgullo del hombre que, por sus crímenes de un instante, inventó el eterno gehena. ¡Ah, cuánto tiempo hace!
Mi soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me devolverán el escalofrío de antaño, cuando acechaba, durante la larga noche, el lejano estremecimiento, entreverado con los latidos de mi corazón, del tambor municipal, despertando con el día nuevo a la aldea dormida. Temía, llamaba, desde la profundidad de mi lecho de niña, a ese tambor en la noche helada, a eso de las seis, con una angustia nerviosa próxima al llanto, apretadas las mandíbulas, el vientre contraído. Sólo este tambor, y no las doce campanadas de la medianoche, daba para mí la brillante apertura del nuevo año, el advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba, suspendido al primer rran del viejo parche de mi aldea.
Pasaba, invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su viva y fúnebre alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida, nueva y saltando hacia doce meses nuevos. Liberada, yo saltaba de mi cama con la vela, corría a las felicitaciones, los besos, los bombones, los libros con cantos dorados. Abría la puerta a los panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta mediodía, grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda que recibían sin humildad y sin gratitud.
Mañanas de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y áspero de antes de nacer el día, jardín adivinado en la oscura alba, disminuido, cubierto de nieve, abetos abrumados que dejabais resbalar, de hora en hora, el fardo de tus brazos negros, abanicazos de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos en medio de un polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la irisada bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un día de invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño el que busco en este espejo ovalado, cogido con mano distraída, y no mi rostro de mujer, de mujer joven a la que pronto abandonará su juventud.
Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña enmorenecida por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse, una boca cuyas astutas comisuras desmentía el breve labio ingenuo. ¡Ay, sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi imagen que es igual, completamente igual a mí, señalada de ligeros arañazos, finalmente grabada en los párpados, en las comisuras de los labios, entre las obstinadas cejas. Una imagen que ni sonríe ni se entristece, y que murmura para sí solita:
«Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus parpados, tus labios, levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides: ¡hay que envejecer!
»Aléjate lentamente, lentamente, sin lágrimas, no olvides nada. Llévate tu salud, tu alegría, tu atildamiento, el poco de bondad y justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible camino; en vano lo intentarías. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino, tiéndete sólo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno, tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada…»



domingo, 29 de diciembre de 2019

Relato navideño de Azorín: El primer milagro



Azorín

Si los ingleses tienen en el avaro Mr.Scrooge de Charles Dickens una de sus cumbres  literarias, los españoles tenemos al avaro de Azorín que domina, con su ira y arrogancia, el cuento “El primer milagro”, una historia corta de gran altura literaria, donde todo (tanto el lenguaje como la trama) es armonía y equilibrio.  
El relato navideño “El primer milagro” apareció por primera vez en el Número Almanaque (1927) de la revista Blanco y Negro.

Recordemos que Azorín no era el apellido de este ilustre escritor madrileño, miembro de la afamada Generación del 98, sino su sobrenombre. Fuera de los libros, se llamaba José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (18663–1967). Autor prolífico como pocos, escribió ensayo, artículos de prensa, novela y más de 600 cuentos.


Cuento navideño de Azorín: El primer milagro

La tarde va declinando; se filtran los postreros destellos de sol por el angosto ventanito del sótano. Todo está en silencio. Las manos del anciano van removiendo, como si fuera una blanda masa, el montón de monedas de oro, relucientes, que está sobre la mesa. El anciano tiene una larga barba entrecana; los ojos aparecen hundidos. Los últimos fulgores del sol van desapareciendo; por el tragaluz ya sólo se escurre una débil y difusa claridad. Las monedas vuelven a la recia y sólida arca. El anciano cierra la puerta con un cerrojo, con dos, con una armella, con unas barras de hierro, y luego asciende, lento, por la angosta escalerita. Ya está en la casa. La casa se levanta en un extremo del pueblo; se halla rodeada de extenso vergel, y tiene, a un lado, una accesoria para labriegos y servidumbre. El anciano camina lentamente por la casa; su índica –el de la mano derecha– pasa y repta sobre la curvada nariz. Al pasar por un corredor ha visto el viejo una puerta abierta; esta puerta ha mandado él que esté siempre cerrada. Se detiene un momento el viejo; da una voz de pronto; le enardece la cólera; acude un criado; el viejo impropera al criado, se acerca a él, le grita en su propia cara. Tiembla el pobre servidor, y prorrumpe en palabras de excusa. Y el viejecito de la barba larga prosigue su camino. De pronto se detiene otra vez; ha visto sobre un mueble unas migajas de pan. La cosa es insólita. No puede creer el anciano lo que ven sus ojos. Llegarán, por este camino, a dispersar, destruir su hacienda. Han estado aquí, sin duda, comiendo pan –pan salido, indudablemente, de la despensa–, y han dejado caer unas migajas. Y ahora su cólera es terrible. La casa se hunde a gritos; la mujer del viejo, los hijos, los criados, todos, todos, le rodean suspensos, temblorosos, mohinos, tristes. Y el viejo prosigue con sus gritos, con sus denuestos, con sus improperios, con sus injurias.

 La hora de cenar ha llegado. Antes ha conversado el anciano con los cachicanes que llegan todas las noches de las heredades cercanas. Todos han de darle cuenta–cuenta menudísima, detallada– de la jornada diaria. No puede acostarse ningún día el viejo sin que sepa, concretamente, en qué se ha gastado el más pequeño dinero y qué es lo que han hecho, minuto por minuto, todos sus servidores. La relación de los labrantines se desliza entreverada por los gritos y denuestos del anciano. Y todos sienten ante él un profundo pavor.

______________

 El pastor se ha retrasado un poco esta noche. El pastor regresa de los prados próximos al pueblo, todas las noches, poco antes de sentarse a la mesa el anciano. El pastor apacienta una punta de cabras y un hatillo de carneros. Cuando llega, después de la jornada, por la noche, encierra su ganado en una corraliza del huerto y se presenta al amo para dar cuenta de la jornada del día. El anciano, un poco impaciente, se ha sentado a la mesa. Le intriga la tardanza del pastor. La cosa es verdaderamente extraña. A un criado que tarda en traerle una vianda –retraso de un minuto–, el anciano le grita desaforadamente. El criado se desconcierta; un plato cae al suelo; la mujer y los hijos del viejo se muestran despavoridos; sin duda, ante esta catástrofe –la caída de un plato–, la casa se va a venir abajo con el vociferar colérico, iracundo, tempestuoso, del viejo. Y, en efecto, media hora dura la terrible cólera del anciano. El pastor aparece en la puerta; trae cara de quien va a ser ajusticiado; en mal momento va a dar cuenta de su misión del día.
–¿Ocurre alguna novedad? – pregunta el viejo al pastor
 El pastor tarda un instante en responder; con el sombrero en la mano, mira absorto, indeciso, al señor.
–Ocurrir, como ocurrir –dice al cabo–, no ocurre nada…
–Cuando tú hablas de eso modo es que ha ocurrido algo…
–Ocurrir, como ocurrir… –repite el pastor dando vueltas entre las manos al sombrero.
–¡Sois unos idiotas, mentecatos, estúpidos! ¿No sabéis hablar? ¿No tienes lengua? Habla, habla…
 Y el pastor, trémulo, habla. No ocurre novedad, no ha sucedido nada durante el día. Los carneros y las cabras han pastado, como siempre, en los prados de los alrededores. Los carneros y las cabras siguen perfectamente; han pastado bien; si, han pastado como todos los días… El viejo se impacienta.
–¡Pero, idiota, acabarás de hablar! –grita colérico.
 Y el pastor dice, repite, torna a repetir que no ha ocurrido nada. No ha ocurrido nada; pero en el establo que se halla a la salida del pueblo, junto a la era –establo y era propiedad del señor–, ha visto, cuando regresaba el pastor a casa, una cosa que no había visto antes. Ha visto que dentro del establo había gente.
 El viejo, al escuchar esas palabras, da un salto. No puede contenerse; se levanta, se acerca al pastor y le grita:
–¿Gente en el establo? ¿El establo que está junto a la era? Pero…, pero ¿es que no se respeta ya la propiedad? ¿Es que os habéis propuesto arruinarme todos?
 El establo son cuatro paredillas ruinosas; la puerta –de madera carcomida, desvencijada– puede abrirse con facilidad; una ventanita, abierta en la pared del fondo, da a la era. Ha entrado gente en el establo; se han instalado allí; pasarán allí la noche; tal vez estén viviendo allí desde hace días. Y todo esto en la propiedad, en la sagrada propiedad del viejo. Y sin pedirle a el permiso. Ahora la tormenta de cólera es tan grande, más grande, más estruendosa que antes. Sí, sí; indudablemente todos se han propuesto arruinar al pobre anciano; todos, descuidados, manirrotos, sin parar atención en la hacienda, se han propuesto que este anciano acabe en la pobreza, en la miseria. El caso de ahora es terrible; no se ha visto nunca cosa semejante; nunca ha entrado nadie en una propiedad –casa o tierra– de este viejo señor. Y el viejo señor, ante hecho tan peregrino, estupendo, decide ir él mismo a comprobar el desafuero, a remediarlo, a echar del establo a esos vagabundos.
¿Qué gente era? –le pregunta al pastor
 Pues eran…, pues eran –replica titubeante el pastor– pues era un hombre y una mujer.
¿Un hombre y una mujer? Pues ahora veréis.
 Y el viejo de la larga barba ha cogido su sombrero, ha empuñado el bastón y se ha puesto en camino hacia la era próxima al pueblo.
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 La noche es clara, límpida, diáfana; brillan –como las moneditas de oro antes– las estrellitas en el cielo. Todo está sosegado; el silencio es grato, profundo. El anciano va caminando solo, nerviosamente, vibrando de cólera. Da fuertes golpazos con el callado en el suelo. La silueta del establo ante la blancura de la era, se percibe a lo lejos, sobre el cielo de un azul oscuro. Ya va llegando el anciano a las paredillas ruinosas. La puerta está cerrada. La mano del viejo pasa y repasa por la luenga barba. No quiere el viejo penetrar de pronto por la puerta. Se detiene un momento, y luego, despacito, se va acercando a la ventanita que da a la era. Se ve dentro un vivo resplandor. El anciano va a aplicar su cara hacia la ventana. Y sus ojuelos vivarachos están cerca del angosto hueco. La mirada del anciano penetra en lo interior. Y, de repente, el viejo lanza un grito, un grito que se esfuerza, un segundo después, por reprimir. La sorpresa ha paralizado los movimientos del anciano. A la sorpresa sucede la admiración, a la admiración, la estupefacción profunda. Todo el cuerpo del anciano está clavado junto a la pared con sólida inmovilidad. La respiración del viejo es anhelosa. Jamás ha visto el viejo lo que ha visto ahora; esto que el anciano contempla no lo han contemplado, sin duda, nunca ojos humanos. No se aparta la mirada del viejo del interior del establo. Pasan los minutos, pasan las horas insensiblemente. El espectáculo es maravilloso, sorprendente. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cómo medir el tiempo ante tan peregrino espectáculo? Tiene la sensación el anciano de que han pasado muchas horas, muchos días, muchos años… El tiempo no es nada al lado de esta maravilla, única en la tierra.

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 Regresaba lentamente, absorto, meditativo, el vio a su casa de la ciudad. Han tardado en abrirle la puerta, y él no ha dicho nada. Dentro de la casa, una criada ha dejado caer la vela cuando iba alumbrándole, y él no ha tenido ni la más leve palabra de reproche. Con la cabeza baja, reconcentrado, iba andando por los corredores como un fantasma. Su mujer, que le ha recibido en una sala, al hacer un movimiento brusco, ha derribado un mueble; han caído al suelo unas figuritas, y se han roto. El anciano no ha dicho nada. La sorpresa ha paralizado a la esposa del caballero. La sorpresa, el asombro ante la insólita mansedumbre del viejo ha sobrecogido a todos. El anciano, encerrado en un profundo mutismo, se ha sentado en un sillón. Sentado, ha dejado caer la cabeza sobre el pecho, ha estado meditando un largo rato. Le han llamado después –como se llama a un durmiente–, y él, con mansedumbre, con bondad, dócilmente cual un niño, se ha dejado llevar hasta la cama y ha consentido que le fueran desnudando. Y a la mañana siguiente, el viejo ha continuado silencioso, absorto; a unos pobres que han llamado a la puerta les ha entregado un puñado de monedas de plata. De su boca no sale ni la más leve palabra de cólera. La estupefacción es profunda en todos. De un monstruo se ha trocado en un niño el viejo señor. Su mujer, los hijos, están alarmados; no pueden imaginar tal cambio; algo grave debe de ocurrirle al viejo; durante su paseo, por la noche, a la era, al establo, algo ha debido de ocurrirle. Esta mansedumbre de ahora es acaso más terrible que las cóleras de antes; acaso pueda ser nuncio este abatimiento de algún grave mal. Todos miran, observan, examinan al anciano en silencio, recelosos, inquietos. No se deciden a interrogarle; él se obstina en su mutismo. Y la mujer, al cabo, dulcemente, con precauciones, interroga al anciano. El coloquio es largo, prolijo; el viejo no accede a revelar su secreto. Y al cabo, tras el mucho porfiar, con dulzura, de la mujer ha puesto, para hablar, para hacer la revelación suprema, sus labios. El asombro se pinta en la cara de la esposa.
¡Tres reyes y un niño! –exclama sin poder contenerse.
 Y el anciano le indica que calle, poniéndose el índice de través en la boca. Sí, sí, la mujer callará. Callará, pero pensará siempre lo que está pensando ahora. No sabe la buena señora qué es peor, si lo de antes –la cólera de antes– o esta locura, sí, locura, de ahora. ¡Tres reyes en un establo y un niño! Evidentemente; durante su paseo nocturno debió de ocurrirle algo al anciano. Poco a poco se difunde por la casa la noticia de que la mujer del anciano conoce el secreto de éste; preguntan los hijos a la madre; la madre se resiste a hablar; al cabo, pegando la boca al oído de la hija, revela el secreto del padre. Y la exclamación no se hace esperar.
–¡Qué locura! ¡Pobre!
 La servidumbre se entera de que los hijos conocen la causa del mutismo del señor; no se atreven, por lo pronto, a interrogar a los hijos; al cabo, una sirvienta anciana, que lleva en la casa treinta años, pregunta a la hija. Y la hija, poniendo sus labios a la par del oído de la anciana, le dice unas palabras.
–¡Oh, qué locura! ¡Pobre, pobre señor! –exclama la vieja.
 Poco a poco la noticia se ha ido difundiendo por toda la casa. Sí; el señor está loco; padece una singular locura; todos mueven a un lado la cabeza tristemente, compasivamente, cuando hablan del anciano. ¡Tres reyes y un niño en un establo! ¡Pobre señor!
 Y el viejo de la larga barba, sin impaciencias, sin irritación, sin cóleras, va viendo, en profundo sosiego, cómo pasan los días. A la mansedumbre se junta en su persona la persona la liberalidad. Da de su dinero a los pobres, a los necesitados; tiene palabras dulces para todos, exorables. Y todos en la casa, asombrados, recelosos, entristecidos –sí, entristecidos–, le miran con mirada larga y piadosa. El señor se ha vuelto loco; no puede ser de otra manera. ¡Tres reyes en un establo! La mujer, inquieta, va a buscar a un famoso doctor. Este doctor es un hombre muy sabio; conoce las propiedades de los simples, de las piedras y las plantas. Cuando ha entrado el doctor a la casa le han conducido a presencia del viejo; ha dejado éste hacer al doctor; parecía un niño, un niño dócil y débil. El doctor le ha ido examinando; le interrogaba sobre la vida, sobre sus costumbres, sobre su alimentación. El anciano sonríe con dulzura. Y cuando le ha revelado su secreto al doctor, después de un prolijo interrogatorio, el doctor ha movido la cabeza, asistiendo, como se asiente, para no desazonarlo, a los despropósitos de un loco.
–Sí, sí –decía el doctor–. Sí, sí; es posible. Sí, sí; tres reyes y un niño en un establo.
 Y otra vez tornaba a mover la cabeza. Y cuando se han despedido, en el zaguán, a la mujer del anciano, que le interrogaba ansiosamente, ha dicho:
–Locura pacífica, sí; una locura pacífica. Nada de peligro; ningún cuidado. Loco, sí, pero pacífico.
 Esperemos… 


martes, 24 de diciembre de 2019

El perro muerto (un cuento de Tolstói)


Lev Tolstoi

Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, internose por las calles hasta la plaza del mercado.
Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercose para ver qué cosa podía llamarles la atención.
Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.
Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.
–Esto emponzoña el aire –dijo uno de los presentes.
–Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo –dijo otro.
–Mirad su piel –dijo un tercero–; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
–Y sus orejas –exclamó un cuarto– son asquerosas y están llenas de sangre.
–Habrá sido ahorcado por ladrón –añadió otro.
Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo:
–¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas! –dijo.
Entonces el pueblo, admirado, volviose hacia Él, exclamando:
–¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podría encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto…!
Y todos, avergonzados, siguieron su camino, postrándose ante el Hijo de Dios.

La relación personal entre Tolstoi y Dostoievski



martes, 17 de diciembre de 2019

Cuento de Nochebuena (Rubén Darío)

Rubén Darío


Cuento de Nochebuena (Rubén Darío)

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: “¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…”. Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.
Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era el órgano de Longinos que, acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:
–¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: ‘Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.’ No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que –tal como en los días del cruel Herodes– los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes…
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
–Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?
¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia…
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.

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