jueves, 29 de septiembre de 2011

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (99): "Don Paciano", de Ramón Pérez de Ayala


Fotografía: Francisco Rodríguez Criado

David Fernández Sifres (León, 1976) es un nombre conocido dentro de la literatura juvenil, donde ha cosechado numerosos premios. Es autor de novelas como ¡Que viene el diluvio! (Everest, 2008) o El faro de la mujer ausente (Edelvives, 2011), que ha resultado premiada recientemente con el Premio Alandar de Novela Juvenil. Ha escrito también poesía y microrrelatos
Para esta sección nos recomienda el cuento "Don Paciano", de Ramón Pérez de Ayala. 


DON PACIANO
Ramón Pérez de Ayala


Ésta es una de las jornadas que componen el libro de Lo trágico cotidiano. En ella explícase cómo doña Telesfora, virgen vetusta y de piedad notoria, suprimió su afección vespertina, y ahuyentó durante una noche de la calle Santa Susana, las dulces sombras del sueño con fuerza de clamar por don Paciano, desaparecido. Llamábase don Paciano ese singular personaje por su similitud con un canónigo, tiple además, en ciertas particularidades. 

Hay en Pilares, ciudad noble, corte de reyes en los albores de nuestra Reconquista, tres mozos, porque el más aventajado en años anda por treinta, que de público tienen reputación de ser listos, sabios como Merlín, y, al propio tiempo, los tres seres más inútiles entre todos los oradores. Son tres eminencias frustradas. Pedro, escultor; Pablo, escritor; divagador. Santiago. Han pisado mucha tierra, y no estirándose lo menguado del peculio para más correr han vuelto a Pilares; pero sus sueños van del lado de allá de las fronteras nativas. Comprenden que han vivido cuanto tenían que vivir: “¡Aquella Amy!”. “¡Aquella Elin Jansen!”. “¡Aquella Bridget!”…. Ostentan en sus personas esa nobleza opaca que nace del tedio, cuando el tedio nace del pesimismo: ojos nebulosos, voz con sordina, además perezoso. Han ahondado en el concepto de la eternidad que el cauce del tiempo es eternamente profundo, cada minuto eternamente profundo. Y ésa es la uva más dulce y generosa de la viña materna: no tiene manos que la cuiden: ojos que, con zozobra, miren si razona: sécase en el parral, y ha sido inútil su rica entraña roja. Porque Pedro, Pablo y Santiago hubieran dado lustre a su patria, si no hubieran nacido en España. Eso es lo trágico cotidiano.

La casa de Pedro está en la calle de Santa Susana, que es la más alta del pueblo. Tiene un huerto a la espalda, desde donde ve Pilares, enhonillado, acurrucándose en torno a la Catedral. Los tres amigos han adquirido el hábito de reunirse, a las horas postmeridianas, en el huerto del escultor.
Hoy ha llegado Santiago el primero. Atraviesa una carpintería, que está en el piso bajo, y sale al huerto. Pedro baja a poco. Túmbase en la tupida hierba pulcra, a pie de un rosal trepador de rosas té. Es un día de septiembre, asoleado, limpio, insinuante; parece recordar el estío, disipado ya, y prevenir para el invierno presunto.
Y dice Santiago:
–Ves ahí la Catedral; parece un estilete con los que los bárbaros quisieron desgarrar el vientre del cielo para ver qué secretos guarda dentro de sus heréticas vísceras, como el niño hace con el muñeco.
Y Pedro:
–¡Calla! ¡Calla!
Y una pausa larga. Y Santiago:
–La horizontalidad es la postura normal del hombre. ¿No has advertido cómo la cenestesia o sentido corporal difuso, así que adoptas la horizontalidad, parece decir: “¡Bien vuelto a tu idónea y natural postura, oh cuerpo, a tu admirable y antiquísima calidad de cuadrúpedo!”. Como el anciano hijo al hijo pródigo: “Bienvenido seas a casa de tu padre!”.
Y Pedro:
–¡Calla! ¡Calla! Cada palabra es una llave de las infinitas estancias sombrías del corredor de la conciencia. Yo, por mantenerlas cerradas. Tú, haciendo cantar de continuo al odio llavero. ¡Anulémonos! ¡Anulémonos!
Y una pausa larga. Sobreviene Carlos. Se acerca sonriente, con un paquete en la axila derecha. Sus amigos le miran asombrados. “¿Por qué sonríe este?”.
Y dice Pablo, solemnemente:
–¡Vamos a matar el tiempo! He aquí la máquina de Mater el tiempo –mostrando el paquete.
Y los otros dos incorporándose:
–¡Muera el tiempo! Es una pistola. ¡Bah!
Y Pedro:
–Eso sirve  para matar hombres, pero no fantasmas.
Y Santiago:
–Matando al hombre, matas el tiempo, que es una categoría de la razón pura.
Y Pablo:
–Entonces, ¿qué? ¿El suicidio colectivo?
Y Pablo:
–¡Si fuera el suicidio cósmico! Un tiro al blanco.
Se ponen a hacer blancos. Cánsanse presto. Se tumban nuevamente. Larga pausa. Y Pedro incorporándose:
–¡Chist! Don Paciano.
Sobre el muro aparece la cabezota rubia de un gato, después el gato entero, con toda dignidad, y se sienta al sol. Su lomo es pelirrojo, como si le recubriese un ornamento aúreo.
Y Pedro:
–¿Quién tira?
–Tira Pablo que acaba de acreditar pulso entero.
Psss… silba el balín. El gato cae al huerto pirateando por el aire; mas así que toca tierra rompe a galopar y va a guarecerse en la espesura de una mata de frambuesa. Los tres amigos se acercan de puntillas.
Y Santiago:
–Otra vez. ¡A la cabeza!
Psss. Silencio. Se acercan con precaución. Bufa el gato y las tres eminencias retroceden. Otro tiro. Sale el gato frenético hacia las tapias, que en vano intenta escalar. Ahora se ha refugiado detrás de unas ortigas.
–Va herido.
–Ya lo creo. De muerte.
El balín psss... El gato, fff…
–Tres vidas le quedan aún.
Nuevo disparo. Sale huyendo el gato. Va como loco: se filtra por detrás de unos tablones. Los tres amigos escuadriñan, con cierta precaución.
–¿Lo ves? Ten cuidado, que se tiran a los ojos.
–Sí, allí está. Allí. ¡Cómo le fosforecen los ojos! De rabia.
–No, de dolor. Pide merced.
–Veamos. Desde aquí no se puede tirar. Es preciso hacerle salir.
Buscan una pértiga. El gato se resiste.
–¡Duro con él!
Al fin se pone a tiro. Otro balín, otro, otro… hasta veinte.
–¿Está muerto?
–Creo que sí.
Hurgan a don Paciano. Fff… frenéticamente.
–¡Es un mortal!
–Ahora veremos.
Varios disparos. El gato no rechista. Llaman al carpintero, quien, levantado algunos tablones, deja mayor espacio saca al animal exánime, por el rabo. Sus ojillos de color ópalo están abiertos y húmedos –del hocico rosado cuelgan filamentos de sangre. Cuentan las heridas; entre ceja y ceja, en el cuello, en una oreja, por las costillas, por todas partes.
Cae el sol. Se oye una charanga en el parque.
Y Pablo.
–Vamos al paseo.
De que salen a la calle, oyen un grito de infinita agonía:
–¡Don Paciano! ¡Don Paciano!
Llegan al paseo. Danse de bruces a primeras con un burgués.
–¿Qué hay, pollos? ¿Se ha trabajado?
Y Pedro:
–Hemos muerto un gato.
Y Santiago:
–Hemos muerto un día.

(1910) Del libro El raposín. Ed. Taurus, 1962.

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